“¿Para qué me sirve la honradez en este mundo de corruptos? Para que me
ahogue”.
—Fernando Vallejo—
Para mala fortuna
de los ciudadanos, el recorrido burocrático es más tortuoso que los Círculos
del Infierno de Dante y la obligación de recorrerlos dista mucho del deseo de
encontrar la mirada de Beatriz: la burocracia es la amargura que emerge de un
estado ilimitado. Por poner un ejemplo, hasta que escribo estas líneas, son
veintiún (21) ministerios que forman una maquinaria paquidérmica, lenta,
apestosa, corrupta, incompetente y llena de aprovechadores en los ministerios
de Bolivia, cada uno con sus viceministerios y demás ramificaciones con su
proliferación desvergonzada de funcionarios que buscan regular cada aspecto de
la vida.
Max Webber escribe:
“Una autoridad burocrática perdurable y pública, jurisdiccionalmente
determinada, constituye normalmente una excepción y no una regla histórica”. Además
de poner en la tierra a cualquier burócrata, esta reflexión permite pensar a
cerca de los criterios existentes para evaluar al aparato estatal como algo
imperfecto. Una masa mayor de burócratas no es sinónimo de eficiencia. Ya que
recordé a Weber, es bueno mencionar que él identificó como requisito de una burocracia más o menos aceptable
la existencia de manuales y procedimientos claros al momento de ejecutar
funciones y asumir responsabilidades. En la realidad, una confusión propia de
Babel se arma frente a nuestros ojos en cada repartición pública.
No deja ser
llamativo que al individuo común los colectivistas lo acusen en ocasiones de
egoísta y pensar en su beneficio nada más, como una marca de deshonra en la
frente, generando un chantaje emocional absurdo que tiene un complemento en que
el burócrata no es sólo un iluminado sino además un ser noble que abnegadamente
se esfuerza por el país, teniendo además un valor patriótico. Nada más falso.
Pasar por la primera ventanilla estatal que esté cerca, advertir el trato que uno recibe y ver el reloj girar y girar (¡sin
el uso de coimas o amistades!) es suficiente para que la mentira del buen
burócrata que tanto vienen vendiéndonos se desmorone.
La lucha por el
control del botín estatal la pinta de manera inolvidable el siempre vigente
Alcides Arguedas: «Por eso lo partidos políticos, ponen ardor, encono y pasión
en sus luchas, no es por alcanzar el poder como cima de aspirabilidad
consciente y en vista de los ideales de
un programa político a cumplir, sino porque alcanzándolo se satisfacen apetitos
de toda índole y se da cabida en el banquete público a una gran porción del
grupo social para “gobernar con los suyos”».
Es repugnante ver a
ministros y otros burócratas convertirse en agentes de campaña en épocas
electorales, pero más sucio todavía es verlos desplazarse como jauría a
defender las necedades y derrames verbales de su jefe, y saber que reciben su
sueldo por los impuestos que el ciudadano tiene que pagar.
De nada sirven
todos los merecimientos y las capacidades, ni siquiera la honradez tiene un
valor cuando se la pone frente a un carné de militancia o ante una carta de recomendación mal redactada por
cualquier compañero de partido y refrendada con numerosos sellos de
organizaciones afines. Es así que la administración de pensamiento uniformado,
para la que el individuo no vale nada, se caracteriza, además, por ser un nido
para la corrupción, que tras la siempre presente imagen del caudillo puesta en
la pared, atenta contra la decencia. No menos deshonrosa es esa característica de
la burocracia de mutar según los antojos: un día se puede estar encasillado en
un edificio, al día siguiente ser un armador de tarimas, concentraciones y
proclamaciones regionales o también ajustarse para elaborar cumbres internacionales
siniestras, todos tan uniformados y tan sumisos.
Valga el cierre
para fomentar la crítica y la exigencia a las instituciones públicas y a sus
empleados; que se entienda que tanto su desempeño como deben ser vigiladas, y
que, aunque una suerte de mafia política muchas veces los respalda, el repudio
a sus barbaridades no debe cesar mientras quede algo de aliento para salir en
defensa del respeto y la dignidad de las
personas que tienen, tristemente, que transitar por sus edificios y ventanillas
sin remedio.